Las pruebas diagnósticas en los centros hospitalarios convierten la enfermedad del paciente en una desesperanza y un lento caminar y esperar en salas y pasillos sin recibir, en ocasiones, las explicaciones pertinentes a cada prueba. Por eso, sería necesario que los facultativos reciban formación e información para ponerse en el lugar del paciente, acompañarle durante las pruebas y rebajar la tensión emocional.
Albert Jovell. Presidente del Foro Español de Pacientes - Jueves, 11 de Noviembre de 2010 - Actualizado a las 00:00h.
La sensación de incomprensión se hace visible desde el primer momento en que le dicen que le van a hacer una prueba más. El tiempo entre la indicación y la realización suele variar. En el último año esa variación ha estado entre una semana y ocho meses. A pesar de ello, lo políticamente correcto es afirmar que el sistema sanitario es excelente (aunque quizás deberíamos omitir el ente). El paciente Josef K cuenta que ha decidido no presentarse sin más a alguna de las pruebas. A veces, intentaba hacer razonar a los administrativos de que no era normal esa espera tan larga pero, aparte de algún gruñido, sólo conseguía acrecentar su culpabilidad por estar enfermo. ¡Es que no sabe que está enfermo!, le decían. Ante la incomprensión, mejor abandonar. El itinerario del sinsentido continúa cuando a Josef K le dejan la citación para la prueba en el contestador telefónico de su casa, limitándole el derecho a decidir quién debe conocer los detalles sobre su enfermedad. Tampoco hay mucho interés en saber si el día y la hora de la prueba son compatibles con su vida profesional y su vida familiar. La Seguridad Social le quiere trabajando y la sanidad le quiere enfermo. Lo que quiera Josef K sólo tiene espacio en sus oraciones.
Los días de las pruebas van llegando y, al entrar al hospital, su sensación de inquietud se incrementa. Someterse a una prueba diagnóstica estos días es toda una aventura. Los tiempos de espera se alargan, las salas de espera son incómodas, las máquinas se estropean, los períodos de ayuno se agotan, los resultados se sabrán y las diferentes tecnologías configuran un espacio más próximo al terror que a la salud. Josef K insiste, ante mi perplejidad, en que no exagera, que ya el premio Nobel de literatura del año 2002, Imre Kerstész, escribió en sus memorias que lo pasó peor en una sala de espera de un TAC que cuando fue prisionero en Auschwitz. A mí estas apreciaciones me parecen un poquito fuera de lugar, pero Josef K no se expresa desde el resentimiento. Ni siquiera parece estar enfadado, sino que más bien se le ve desesperado y agotado. Y es que la enfermedad produce un desgaste emocional tan considerable, que semejante desfallecimiento psicológico se escapa a cualquier tecnología diagnóstica moderna. Se necesita una sensibilidad especial y un saber estar al lado del otro para poder apreciarlo. A esa sensibilidad le solían llamar vocación. Sin ella la profesión carece de sentido.
Josef K ha descubierto que la placa se detiene siempre a milímetros de la nariz, aunque cree que sería mejor que alguien se lo hubiera explicado antes
Intento quitar hierro al asunto y me equivoco. O quizás no, porque con esta actitud le obligo a descargar aún más la enorme tensión acumulada con tanta prueba. Se las han hecho casi todas. Me lo cuenta con la voz tenue y un hablar lento. La TAC es rápida, pero hay profesionales que escriben que irradia mucho, lo que me genera dudas. La resonancia es claustrofóbica y el ruido dentro del aparato es torturante, aunque quizá podrían hacer algo para aliviarlo. El PET es complejo y por eso te ofrecen un Valium antes de la prueba. ¡Y la gammacámara es horrible!, me cuenta Josef K de forma vehemente. La primera vez que me hicieron un Spect no me explicaron cómo era y me encontré atado en una camilla con una plancha cuadrada de hierro que iba directa hacía mi cabeza y una máquina que comenzó a hacer un ruido alborotador. Miré a la ventanilla dónde se suponía que había una persona vigilándome y no había nadie. En aquellos momentos pensé - ironías de la vida- que no me iba a morir de un cáncer sino de un aplastamiento craneal. Afortunadamente, entró una profesional y me dijo que había que hacer un reset de la máquina. Todo parece arreglarse con valiums y resets, sostiene Josef K con la ironía del desesperado. Después de tantas pruebas, Josef K ha descubierto que la placa se detiene siempre a unos milímetros de la nariz, aunque él cree que mejor sería que alguien se lo hubiera explicado antes y, quizás, que la prueba comenzara por los pies para ir ganando confianza. ¿Sabes lo qué me pasó en la última prueba? Una vez estaba en la camilla debajo de la placa de hierro, la profesional que me atendió salió por la puerta y le dijo a uno de los técnicos: "Ya lo tienes puesto". Eso es lo mismo que yo le digo a mi hijo cuando le pongo un huevo a freír en la sartén, asevera Josef K.
Ante tanto abatimiento, no se me ocurre otra cosa que decirle que intenté comentar la cuestión con sus médicos o con el hospital, pero tiene miedo de que eso le suponga un estigma o una etiqueta adicional a su historia clínica que la pueda perjudicar: la de paciente problemático. Es un proceso que se tiene que evitar, me comenta. Para Josef K todo es más sencillo y lo resume en una pregunta fácil de hacer pero muy difícil de responder: ¿Son los profesionales conscientes de que ellos pueden pasar por una situación como la mía? A semejante cuestión intento responder con un inapreciable movimiento de ojos. Si no lo son, insiste, deberían integrar en su proceso de formación y capacitación el mismo circuito que hacemos los pacientes. Sólo cuando entiendan el desgaste emocional que supone el itinerario de la incomprensión podrán sentirse verdaderamente orgullosos del trabajo que hacen. Después de escuchar sus lamentaciones, no se me ha ocurrido otra cosa que narrarlo. Su historia personal nunca formó parte de los discursos oficiales.
Diario Médico