Así de primeras a mi me recuerda Ponferrada a los “pueblos” esos americanos que salen en las pelis. Esos con numerosos centros comerciales, calles anchas y con gente que te saluda desde grandes coches mientras llevas la compra en bolsas de papel. Lo único que no cuadra es que en medio de la ciudad hay un castillo enorme y precioso de hace unos cuantos siglos. Si lo quitaran sería igualito. Pero no, no lo quitan, así que como además, a pesar de que está rodeada de montañas, no tiene un volcán a punto de explosionar, pues se tienen que conformar con ser una ciudad leonesa.
Y eso tiene sus ventajas. Una, y principal, es que podemos ir con cierta frecuencia a disfrutar de la hospitalidad de Elena y Jose. Incluso que se anime el amigo Dani a viajar y así poder también disfrutar de él y su sentido del humor, cosa más que recomendable para disfrutar más de la vida. Deberían recetarlo para la depresión.
Otra, también importante, es que se come de cullons … pero que muy de cullons …. Vamos, que en un par de días que estuvimos yo me zampé un rabo de ternera, un guiso de pollo de corral, croquetas de botillo, revuelto de cecina, un estupendo churrasco que nos hizo Jose a la barbacoa, ensaladas varias de la propia huerta del mismo Jose … y regado, como dicen los finos, con caldos de la zona, del Bierzo.
En fin, pensaréis que solo hicimos más que comer, pues no, además excursiones por el monte, visitando las médulas, incluso subiendo a pie puertos de fuera de categoría. Y además, mucha charla, muchas risas, y alguna copilla, pero solo alguna que parece ser que en Ponferrada no hay fantas de limón, algún defecto tenía que tener.
Esto tenía que ser una crónica, pero no me ha salido. Lo único que me sale es agradecer, de parte también de Montse, Dani y las niñas, a Elena y Jose su hospitalidad, y, sobre todo, el ser tan buena gente, cullons.