Una noche, hace ya 6 años, Celia se despertó. O no.
Estaba en su cama, de madrugada, cuando abrió los ojos y vio unos enanitos que jugaban y bailaban al corro, rodeándola. Los enanitos eran translúcidos, como Casper el fantasmita, pero, aunque se reían mucho, sus risas daban miedo, mucho miedo. Sobre todo uno de ellos, que debía ser el jefe, se echaba encima de Celia enseñando los dientes al reír, y la empujaba una y otra vez hasta que consiguió tirarla de la cama.
Celia intentó levantarse, pero no la dejaban. La sujetaban y le impedían mover las piernas y caminar, así que, una vez en el suelo, empezó a arrastrarse para buscar a sus padres y pedirles ayuda. El pasillo era largo y Celia se arrastró, acosada por los enanitos burlones, que la hacían tropezar y caer cada vez que intentaba ponerse en pie.
Por fin llegó al dormitorio de sus padres, que se despertaron sobresaltados y vieron la cara de Celia reflejando el terror. Cuando le preguntaron qué le pasaba, Celia vio, con pánico, que le sujetaban también la lengua y le impedían hablar.
Menos mal que los padres se dieron cuenta de quién era el jefe de aquella banda y los hicieron batirse en retirada usando las armas más potentes que se conocen: Glucagón y azúcar.
En casa siempre hay esas armas para derrotar a los enanitos, pero Celia sabe que, si se descuida, aparecerán de nuevo.
Saludos
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