Finn Gnadt es un estudiante de 18 años de Kiel, Alemania, que en abril supo, por una prueba, que sufría una infección del nuevo coronavirus. Como no desarrolló síntomas de COVID-19, luego de la cuarentena siguió su vida sin preocuparse. Sin embargo, pocos días más tarde comenzó a sentir un cansancio inusual y una sed constante. Su médico, Tim Hollstein, del hospital universitario Schleswig-Holstein, determinó lo que parecía improbable para alguien joven y sano: tenía diabetes de tipo 1.
Dado que lo único anómalo en su historia reciente había sido el SARS-CoV-2, el médico consideró que la aparición repentina de la diabetes podía estar vinculada a la infección, según informó Nature a finales de junio. La mayoría de las personas desarrolla diabetes de tipo 1 porque su sistema inmunológico ataca sus propias células beta en el páncreas, las responsables de producir insulina. En el caso de Gnadt, sospechó Hollstein, el coronavirus había sido responsable por destruirlas.
Su percepción encontró otros elementos para ampliar su base: a comienzos de junio se habían acumulado varios casos de personas que habían llegado a los hospitales con una combinación extraña de síntomas de COVID-19 y elevados niveles de azúcar y cuerpos cetónicos en sangre, señales típicas de diabetes. Por entonces varios expertos de Europa, Estados Unidos, Australia y Asia publicaron una carta en el New England Journal of Medicine (NEJM):
“Existe una relación bidireccional entre el COVID-19 y la diabetes”, plantearon. “Por un lado, la diabetes se asocia con un mayor riesgo de COVID-19 grave. Por otra parte, en pacientes de COVID-19 se han observado tanto la aparición de diabetes como varias complicaciones metabólicas graves en diabetes preexistentes, entre ellas la cetoacidosis diabética y la hiperosmolaridad, que requieran dosis excepcionalmente altas de insulina”.
Uno de los firmantes principales de esa carta, Francesco Rubino, investigador de King’s College, Londres, comenzó a juntar los datos que veía en su práctica, en el Reino Unido, con los de otros colegas en China, Italia y otros lugares muy afectados al comienzo de la pandemia. Y lo que encontró se ubicó más allá del espectro normal por el cual se puede esperar que una infección estrese al cuerpo humano al punto de hacer que los niveles de azúcar en sangre se eleven.
“Lo que veíamos era un poco distinto”, dijo ahora a Wired para explicar el esfuerzo de datos global que se está realizando a fin de entender mejor la extraña relación doble entre el COVID-19 y la diabetes.
El primer enigma que encontraron fue una combinación extraña de las dos formas habituales, pero distintas, en que se presenta la enfermedad. Por un lado las personas con diabetes de tipo 1 sufren una suerte de traición de su sistema inmunológico, que destruye células perfectamente sanas del páncreas. Por el otro, la gente con diabetes de tipo 2 se vuelve lentamente resistente a la insulina que su cuerpo produce. “Rubino y sus colegas observaron características de ambos tipos que surgían espontáneamente en pacientes de COVID-19”, resumió la publicación.
En busca de una explicación, el investigador y sus colegas empezaron por observar la enzima convertidora de angiotensina 2, ECA2, una molécula muy distribuida en el organismo —está en las vías respiratorias y también en varios órganos del tracto digestivo, que participan en el control del azúcar en sangre— que funciona como puerta de entrada del SARS-CoV-2 a las células humanas. Encontraron, por ejemplo, que uno de cada 10 pacientes de COVID-19 sufre síntomas gastrointestinales.
El siguiente paso fue verificar si, una vez resuelta la infección del coronavirus, los problemas de la regulación de la glucemia desaparecían a su vez. Los datos, tal como se organizaban, no lograban ofrecer una respuesta unívoca. En algunos pacientes recuperados, la diabetes había persistido; otros en otros, las manifestaciones habían mejorado.
“No podíamos abordar esas preguntas solamente con esos informes de casos anecdóticos que se publicaban”, argumentó Rubino a Wired. Por eso él y un grupo internacional de sus colegas crearon un archivo para rastrear la información sobre la diabetes vinculada al coronavirus a escala global: el CoviDiab Registry.
Allí los médicos del mundo entero que quieran participar suben datos anonimizados sobre sus pacientes con niveles anormales de azúcar en sangre: edad, sexo, historia clínica. Y, por supuesto, las características de su experiencia con el SARS-CoV-2: si requirieron cuidados intensivos o un respirador, por ejemplo, o qué medicaciones les fueron administradas.
“El objetivo de este esfuerzo de recopilación de información es tantear la escala y el alcance del problema, y también probar posibles soluciones. ¿Con qué frecuencia el COVID-19 se asocia con la irrupción de la diabetes? ¿Y qué clase de enfermedad se presenta, de tipo 1 o de tipo 2? ¿O una forma nueva? ¿Qué es exactamente lo que causa el mal funcionamiento metabólico? ¿Cuánto tiempo duran estos casos de diabetes, y cuáles son las mejores formas de tratarlos?”, resumió la revista algunos de los objetivos centrales de la iniciativa.
“Podría pasar bastante tiempo antes de que se cuente con datos suficientes para responder a las preguntas sobre la prevalencia y el mecanismo. Pero Rubino cree que podría tener información sobre qué tipos de diabetes se desarrollan con más frecuencia en los pacientes de COVID-19 y qué podría predisponer a las personas a esta complicación particular del coronavirus para finales de año”, precisó el artículo. Y eso es sin dudas algo de gran importancia dado el modo en que la diabetes afecta a las personas en el largo plazo.
La base de datos opera desde junio. Desde entonces, más de 275 médicos del mundo han solicitado acceso para compartir datos de al menos un paciente que cumple con los criterios. Evaluar cada caso que podría ser aceptado lleva tiempo; también lo demanda cumplir con las leyes de protección de datos que existen en varios países, entre ellos los de la Unión Europea. Pero el material que actualmente existe en el CoviDiab Registry es suficiente para que Rubino y sus colegas hayan llegado a una conclusión preliminar: no se trata de una cuestión anecdótica.
“Según lo que hemos visto hasta ahora, la diabetes vinculada al COVID-19 puede no ser un problema prevalente en la mayoría de las personas, pero sí sabemos que es una posibilidad”, señaló. Aun si no es común, es una tendencia estadísticamente relevante.
Por otra parte, es importante que los pacientes de COVID-19 sepan si el patógeno altera su capacidad de mantener niveles normales de glucemia ya que la diabetes es una enfermedad que se puede manejar fácilmente en tanto no se la ignore. Importa estar atento, dijo Rubino, aunque sin alarmarse. Si alguien que ha sido diagnosticado recientemente con el SARS-CoV-2 nota que necesita orinar con más frecuencia de lo habitual o se siente fatigado aun tras haberse recuperado de otros síntomas, como la fiebre, la tos y la pérdida del olfato, podría considerar la posibilidad de hacerse un análisis de sangre.
Rubino y sus colegas esperan poder mantener esta base de datos durante los años por venir, para investigar la relación del coronavirus con la diabetes en el largo plazo y confirmar adecuadamente si es algo pasajero, más o menos duradero o permanente. También si puede haber situaciones más extrañas, como que la infección no cause diabetes de inmediato pero sí dañe los tejidos que participan del metabolismo de manera tal que aumente el riesgo de que alguien desarrolle la enfermedad en el futuro.
“Estamos buscando establecer si el COVID-19 deja legados”, dijo Rubino. “Con el registro esperamos poder mirar hacia el futuro, no solo al presente”.
Dada la enorme cantidad de interrogantes que el SARS-CoV-2 presenta todavía, el el CoviDiab Registry se suma a otros esfuerzos de compilación de datos del vínculo entre el coronavirus y otros cuadros, entre ellas la enfermedad inflamatoria intestinal, la enfermedad hepática crónica, los trastornos reumáticos y las complicaciones cardíacas.