La autoestima es el concepto que tenemos de nosotros mismos y el valor que damos a lo que somos. Está conformada por las creencias, conocimientos, pensamientos, intuiciones y dudas acerca de uno mismo y por cómo interpretamos lo que nos sucede y lo que hacemos que suceda en nuestra vida. La autoestima refleja el sentimiento de satisfacción o insatisfacción que deriva de dicha valoración.
Se forma en torno a tres ejes: el yo real (cómo me veo a mí mismo), el yo ideal (cómo me gustaría verme) y el yo social (cómo creo que las demás personas me ven). Cuando estos ejes se equiparan existe una buena autoestima.
Cuando una persona tiene una autoestima positiva se siente satisfecha consigo misma, es capaz de enfrentarse a los contratiempos y dificultades, mantiene unas relaciones sociales adecuadas y acepta las críticas cuando son constructivas.
Cuando una persona tiene una autoestima negativa se siente incapaz, insegura, no se acepta a sí misma, no es espontánea en las relaciones sociales, tiene un miedo exagerado a las críticas y desconfía de las demás personas.
La autoestima se va creando y transformando a lo largo de nuestra vida, teniendo la infancia un peso fundamental en la formación de la misma. La imagen que se nos devuelve de nosotros mismos cuando somos pequeños puede marcar, a veces de forma muy negativa, el autoconcepto. No es raro encontrar que, ya de adultos arrastramos etiquetas que se nos han colocado de pequeños (“niña tonta, niño patoso, tímido…”) sin fundamento alguno.
Hay experiencias que condicionan negativamente la autoestima:
-Una educación familiar inadecuada: padre y/o madre excesiva mente autoritaria, inflexible, intransigente; existencia de hermanos deslumbrantes con los que nos comparan; falta de comunicación familiar; maltrato…
-Traumas vividos: accidentes graves, atentados, violaciones, agresiones….
-Fracasos importantes: rupturas emocionales que nos marcan, ruinas, pérdidas de trabajos…
-Modelos sociales impuestos: estatus económico, patrones estéticos… que no alcanzamos. Cuánta más discrepancia hay entre lo que una persona se propone y lo que consigue, más infravaloración.
El diagnóstico de una enfermedad crónica como la diabetes puede alterar nuestra autoestima. Al mismo tiempo, la forma de enfrentarnos a la enfermedad va a depender del nivel de autoestima que tengamos.
Lógicamente no es lo mismo enfrentarnos al diagnóstico de adultos, que ya tenemos un concepto de nosotros mismos más o menos estable, que de pequeños, donde nuestra autoestima se está construyendo.
En los niños más pequeños puede aparecer un sentimiento de culpa al pensar que la enfermedad (el tener que inyectarse, el no poder comer dulces…) es un castigo porque se han portado mal o en los más mayores al creer que la diabetes está condicionando negativamente la vida de sus padres y madres por la preocupación, los cambios de hábitos… La culpa puede repercutir de forma negativa en la construcción de la identidad contribuyendo a la creación de una autoimagen devaluada.
A medida que el/la niño va madurando va siendo más consciente de su condición real de “enfermo” que lo hace diferente a las demás personas de su alrededor y esta idea puede afectar a su autoestima creyéndose más vulnerable, menos válido, más impedido que el resto. Aquí el papel de la madre y el padre, así como el de los educadores/as es fundamental teniendo que hacer hincapié en el apoyo afectivo y normalizar su condición de persona con diabetes retomando sus actividades cotidianas, sus relaciones con el grupo de iguales… fortaleciendo así su autoimagen.
En los adolescentes el impacto que el diagnóstico de la diabetes tiene está más relacionado con la pérdida, en un primer momento, de su independencia, del control de la situación, y a veces de parte del grupo de iguales. Esto puede provocar un sentimiento de vulnerabilidad que va a trastocar el concepto que se está formando de sí mismo y la búsqueda de su identidad.
El/la adulto que se enfrenta a la diabetes con una buena autoestima puede tener al principio ese sentimiento de vulnerabilidad y debilidad pero a la larga va a poder hacerse cargo de ello, aceptando y adaptándose a su nueva situación vital.
Un adulto con una deficiente autoestima va a tener más dificultades para asumir la diabetes en su vida, pues posiblemente la viva como una deficiencia más a sumar a su larga lista de debilidades. Su inseguridad va a provocar que el control de la enfermedad le resulte imposible, lo que a su vez provocará que se refuerce la idea negativa que tiene de sí mismo.
Reglas de oro en relación con la autoestima:
-Aceptarse a sí mismo. Reconocer nuestras cualidades y recursos y conocer los defectos y limitaciones sin caer en descalificaciones y sin dejar que invadan nuestra personalidad, intentando cambiar lo que es mejorable.
–Descubrir los pensamientos que tenemos sobre nosotros mismos, así como las creencias, valores, principios… que rigen nuestra vida. Nos tenemos que preguntar si son válidos y si los queremos conservar.
–Contactar con nuestras necesidades y deseos y decidir si los satisfacemos o no, centrándonos en que esa decisión no esté mediada por el miedo, la inseguridad…
–Abordar sólo los temas solucionables. En ocasiones nos empeñamos en resolver cuestiones o conseguir cosas que son inalcanzables y esto nos produce un gran grado de frustración que podíamos haber evitado. Es importante fijarse metas realistas.
-Recordar las cosas que hemos conseguido con nuestro esfuerzo a lo largo de nuestra vida nos ayuda a afrontar las dificultades del presente con una actitud más positiva.
-Fomentar las relaciones sociales agradables y rehuir el contacto con las personas que son desagradables y que nos tratan mal.
-Mimarse a sí mismo y evitar vivir sólo en función de los deberes y las obligaciones. Divertirse y disfrutar de los ratos de ocio contribuye a aumentar la autoestima.
Autora: Mª José Mereciano.
Fuente: Revista Entre Todos nº 67