Canarias tiene el horroroso honor de ser la zona europea con mayor índice de obesidad y diabetes. No solo de adultos.
Un reciente estudio apadrinado por The Economist subrayó el alarmante dato de que un 44% de los niños canarios tienen sobrepeso.
El resultado, niños de 12 años con hipertensión o diabetes. La mala alimentación es una de las causantes de este drama social. La otra, el sedentarismo.
Canarias acumula también año tras año los peores índices de fracaso escolar del país, conforme a los datos del informe PISA. Y eso a pesar de aquel gasto educativo (hoy descendente) que llegaba a consumir un tercio del presupuesto autonómico. Dinero invertido, entre otras cosas, en institutos y en infraestructuras deportivas anexas.
Ni lo uno ni lo otro impiden, sin embargo, que haya colegios e institutos en Canarias con canchas deportivas cerradas o infrautilizadas.
En algunos casos porque al director de turno simplemente no le da la gana atender las peticiones de clubes deportivos para rentabilizar socialmente las infraestructuras que pagan los contribuyentes.
En otros porque, como la mezquindad social a veces no tiene techo, hay vecinos que boicotean la práctica del deporte infantil y juvenil porque genera ruido.
Pero sobre todo, porque hay gestores públicos incompetentes, incapaces de mediar, negociar, pactar y a la postre asegurarse de que ninguna cancha pública se queda cerrada porque hay un director indolente o un vecino hipersensible a las voces de los niños cuando juegan.
Ambas cosas suceden en institutos de Las Palmas de Gran Canaria, sin que a los responsables políticos de esta nuestra comunidad se les caiga la cara de vergüenza. Es una gran desfachatez social consentir la infrautilización de canchas públicas cuando cuatro de cada diez niños canarios se preparan para ser futuros enfermos del corazón.
Pero pulveriza el record del surrealismo más diabólico que, con clubes animando al deporte infantil y juvenil, se les ponga de patitas en la calle y que a los niños se les dé con la puerta de la cancha en las narices.
Eso exactamente es lo que permitió el director territorial de Educación en febrero pasado cuando echó al Club Baloncesto Las Palmas del pabellón deportivo del instituto La Minilla por una protesta vecinal por ruidos. Tenía la opción de pensar y de negociar. Pero era más fácil cerrar.
El cerrojazo condenó a 160 jugadores, niños y adolescentes, a volverse a casa o a entrenar precariamente en un parque público.
Y quiso la mala fortuna que, en uno de esos entrenamientos, los más pequeños presenciaran una redada por drogas en unos jardines anexos.
Pero eso a quién le importa, si de lo que se trata es de tirotear el deporte infantil o juvenil porque el pito del árbitro molesta.