Elizabeth Hughes desarrolló diabetes tipo 1 en 1918. Tenía 11 años y, en aquellos días, eso significaba que le quedaba un año de vida. Unos pocos más si tenía un buen médico y seguía bien el tratamiento. Los hospitales de la época tenían salas en las que los niños diabéticos, ya en coma, esperaban a la muerte.
Como decía Abigail Zuger, cada cierto tiempo vendemos a bombo y platillo que hay una droga milagro, un medicamento capaz de frenar una enfermedad incurable. La mayoría son puro humo, pero hay algunas (una o dos en cada generación) que sí lo consiguen y la primera que descubrimos seguramente fue la insulina.
El sabor del pis
La diabetes no era una enfermedad nueva, ni desconocida. El primer testimonio escrito data del 1552 antes de cristo. Pero a lo largo de la historia, despistó a los médicos, porque su principal síntoma (la poliuria; es decir, orinar abundantemente) apuntaba a un problema de riñón.
Thomas Willis fue el primero que probó el pis de un paciente para comprobar que, efectivamente, sabía dulce
Fue Thomas Willis el que, en 1679, se humedeció el dedo en el orín de un paciente para descubrir que, efectivamente, ese pis estaba dulce. Él mismo también se dio cuenta de que otras veces no lo era y distinguió las dos grandes diabetes: la mellitus (del griego 'melli' (μέλι), miel) y la insípida.
El tipo 1 de la diabetes mellitus es una enfermedad autoinmune; es decir, es el propio cuerpo el que ataca a las células del páncreas que producen la insulina. Al no tener insulina que pueda metabolizar el azúcar, el cuerpo tiene que extraer la energía de la grasa. Al final y sin insulina, la metabolización de la grasa acaba produciendo una cetoacidosis, el coma y la muerte.
Un tratamiento durísimo para una enfermedad terrible
El único tratamiento en aquella época era una dieta espartana: lo suficientemente calórica como para que el cuerpo no tuviera que recurrir a las grasas, pero lo suficientemente liviana como para que no hubiera un exceso de azúcar en sangre (esto obstruye la microcirculación y, como consecuencia, aparecían la ceguera o la neuropatía).
Pero la dieta solo conseguía alargar un poco la vida de los pacientes: a medio plazo, el páncreas dejaba de producir insulina y, más pronto que tarde, acababan por morir. Era un tratamiento durísimo para una enfermedad no menos terrible: niños que hasta el momento habían estado sanos y lustrosos y que se iban consumiendo poco a poco.
La niña Elizabeth
En el caso de Elizabeth, la batalla también fue larga. El caso lo conocemos y está bien documentado porque su padre, Charles Evans Hughes, fue un tipo importante: Gobernador del Estado de Nueva York, secretario de Estado del gobierno federal y presidente del Tribunal Supremo de los Estados Unidos.
El tratamiento más eficaz, que sólo alargaba algo más la vida de los niños, hacía que se consumieran poco a poco.
La primavera de 1919 empezó a ver al doctor Frederick M. Allen en Nueva Jersey. Comenzaba un tratamiento que se alargó casi tres años. Cuando la niña llegó a la consulta, pesaba 34 kilos; en agosto de 1922, pesaba sólo 20. Se estaba consumiendo.
Fue el 15 de agosto de 1922 cuando llegó a Toronto para darse de bruces con Frederick Banting y el líquido que le daría casi 60 años de vida más.
Cuestiones insulares
En 1869, Paul Langerhans, un estudiante de medicina de Berlín, estaba observando páncreas con el microscopio. Fue en ese momento cuando vio que había una especie de grumos, pequeñas agrupaciones de células, a los que nadie antes había prestado atención. A esos montoncitos de tejido, que aún no se sabía para qué servían, se les llamó 'islotes de Langerhans'.
A principios del siglo XX, varios equipos estaban tras la pista de la insulina, pero la Gran Guerra paró en seco las investigaciones
Edouard Laguesse propuso que las secreciones de esas células podían ayudar a regular la digestión y a esa secreción se le llamó 'insulina' (del latín 'ínsula', isla) por los islotes de Langerhans.
Durante los últimos años del siglo XIX, los investigadores descubrieron cada vez más cosas sobre la insulina. A principios del siglo XX, ya estábamos en disposición de empezar a trabajar con ella. En 1906, George Ludwing Zuelzer empezó a tratar a sus perros con extracto de páncreas, pero tuvo que abandonar su trabajo. Lo mismo le pasó a Ernest Scott que fue incapaz de convencer a su jefe de laboratorio del valor de sus descubrimientos. Israel Kleiner y Nicolae Paulescu, por separado, casi consiguieron extraerla y purificarla pero la Primera Guerra Mundial acabó con sus planes.
Un laboratorio de Toronto
Curiosamente fue Frederick Banting, un cirujano, el que dio con la clave. Se podía usar una técnica quirúrgica para aislar los islotes pancreáticos de los perros y, así, poder extraer la insulina. Viajó a Toronto en 1921 y, con bastante esfuerzo, convenció a John Macleod, profesor de Fisiología de la Universidad de Toronto, para que le dejara investigar aprovechando que Macleod se iba a Escocia de vacaciones de verano.
El proyecto fue un éxito: Banting y un ayudante C. H. Best fueron capaces de mantener a animales sin páncreas vivos durante todo el verano. Tanto fue así que cuando Macleod volvió de Escocia se hizo cargo del proyecto. Algo que, al final, lo enemistó con Banting para siempre.
El 11 de enero de 1922, Leonard Thompson, un chaval de 14 años, se convirtió en la primera persona en recibir una inyección de insulina. Llevaban solo un mes trabajando en la purificación del extracto y eso se notó. Thompson sufrió una terrible reacción alérgica y el tratamiento se paró.
Por suerte, ellos no se detuvieron: en 12 días y con la ayuda del James Collip, consiguieron suficiente pureza. La inyección del 23 de enero fue un éxito. Para mediados de 1922, Eli Lilly and Company, una farmacéutica, había conseguido crear un procedimiento para producirla en grandes cantidades y muy purificada.
La insulina
La diabetes no se había curado, pero se había hecho crónica. La insulina acabó con aquellas inmensas salas de niños en coma. Y sólo un año después el Instituto Karolinska concedió el Nobel a Banting y a Macleod. En comparación, el de Fleming por la penicilina fue más de 15 años después de su descubrimiento. Banting enfurecido, compartió el premio con Best y no acudió a recogerlo.
Elizabeth Hughes falleció en 1981, con unos 42.000 pinchazos de insulina a sus espaldas. O, en este caso, quizá en otra parte del cuerpo. Como decíamos, no fue la primera paciente, pero su fama (y la de su padre) hicieron que el éxito de la insulina abriera los periódicos de toda América y Europa. Muchos expertos están convencidos de que su caso aceleró la penetración de la insulina casi diez años, salvando muchísimas vidas. Y ese fue el verdadero milagro.