Cuando se diagnostica diabetes a un niño, la vida de toda la familia cambia. Los miedos y las incertidumbres invaden a los padres porque desconocen cómo afectará la enfermedad al día a día del pequeño, si repercutirá en su futuro y, sobre todo, si puede seguir llevando una vida normal.
«El impacto es muy importante para los padres. De repente, reciben el diagnóstico de una enfermedad crónica que se puede controlar, pero que va a requerir enseñanza y aprendizaje para poder integrar al niño con un buen cuidado de la diabetes en su entorno diario», explica la doctora Raquel Barrio, coordinadora de la Unidad de Diabetología pediátrica del Hospital Universitario Ramón y Cajal de Madrid.
Precisamente, esta unidad no sólo lleva atendiendo a más de 10.000 pacientes –aproximadamente a 400 al año– desde su puesta en marcha en 1977 y una dilatada experiencia sino que, además, ha sido acreditada como Unidad de Excelencia por DNV GL-Business Assurance siendo, en la actualidad, el primer centro de España en recibir la acreditación por su programa educativo para pacientes que inician la terapia con bombas de insulina.
El reconocimiento acredita y avala el proyecto educativo de la Unidad, a través del cual se han sistematizado procesos, tiempos y materiales con un soporte continuo a los pacientes en lo que respecta a sus controles periódicos y al correcto manejo de su bomba de insulina. La unidad sirve de modelo para otros centros en la formación y tratamiento de pacientes con esta enfermedad con el objetivo de mejorar la eficiencia de las unidades de diabetes en España.
Enfermedad autoinmune
La diabetes mellitus tipo 1A (DM1A), también conocida como diabetes juvenil o insulinodependiente, es una enfermedad autoinmune que se caracteriza por una deficiencia absoluta de insulina. El motivo es la destrucción de las células beta del páncreas, responsables de sintetizar y segregar esta hormona cuya función es controlar los niveles de glucosa en sangre. A diferencia de la diabetes tipo 2, que suele aparecer en la edad adulta y se asocia al estilo de vida, la tipo 1 es la más frecuente en la infancia y sus factores de riesgo no son del todo conocidos. De esta forma, mientras la tipo 2 puede prevenirse, no es así en el caso de la diabetes juvenil.
La doctora Amparo Rodríguez Sánchez, jefa del Servicio de Endocrinología Pediátrica del Hospital Universitario HM Montepríncipe, aconseja «no perder el tiempo y dedicarse a fondo al conocimiento y manejo de esta enfermedad porque los padres, junto a sus hijos, son un pilar básico e imprescindible del tratamiento». Por todo ello, es muy importante que tanto el niño como sus padres alcancen el máximo conocimiento de la enfermedad.
Nuestro papel es dotar de las herramientas que van a necesitar, tanto el niño como sus padres, desde el momento del diagnóstico.Se trabaja con ellos para que, en primer lugar, sepan qué es la diabetes, se lo explicamos de una forma más cercana que cuando el médico da el diagnóstico. Después abordamos el tratamiento y cómo va a influir en su vida.
Les enseñamos en qué niveles tiene que estar dentro de la normalidad, cómo los vamos a valorar (controles glucémicos en el dedo con un glucómetro y una tira reactiva o monitorización continua de glucosa), interpretarlos y saber tomar una decisión, es decir, comer si estoy por debajo de lo normal o poner insulina bien para comer o para corregir ese exceso de glucemia que se llama hiperglucemia. También cómo cuantificar dentro de una comida normal de qué está formada y cómo los hidratos de carbono tienen un impacto sobre la glucemia».
A diferencia de lo que se pueda pensar, no es necesario seguir una dieta reestrictiva sino «cumplir los criterios de la OMS de dieta mediterránea. Los hidratos de carbono son fundamentales en el desarrollo de un niño y deben suponer el 50-60 por ciento del menú, el 15 por ciento de proteínas y el resto, grasas, preferiblemente poliinsaturadas como el aceite de oliva o frutos secos y evitar las saturadas.
En definitiva, es un modelo de dieta apto para toda la familia», aclara Yelmo. Eso sí, existen pequeños consejos que pueden ayudarles a hacer la dieta todavía más saludable. «Les recomendamos que tomen hidratos de carbono de bajo índice glucémico como arroz integral o legumbres mejor que pasta, verduras y ensaladas todos los días al igual que la fruta, pequeñas cantidades de carne, más pescado y cocinar mejor a la plancha, al vapor o al horno frente a los fritos y rebozados», añade.
Por edades
La edad del pequeño también va a marcar la forma de afrontar la enfermedad. «A los 6-7 años es la edad en la que lo aceptan bien porque, de repente, ellos son héroes. Se pinchan y todo lo que reciben es positivo, como que los demás niños se asombran cuando se tienen que pinchar y no les importa. Pero sí que es cierto que empezamos a trabajar con ellos según la madurez, pero alrededor de los ocho-diez es la edad en la que intentamos que sean independientes y se pinchen solos. Para ello, hacemos talleres grupales, 3-4 niños de la misma condición y ponemos un mayor para que sea su tutor.
El modo imitación funciona muy bien y pierden el miedo. Con el adolescente nos encontramos ante una etapa muy importante y en la que hay que estar muy pendiente y les hablamos como adultos y les dejamos solos. Intentamos que hagan el registro de la comida, ejercicio físico, etc. También están los que denominamos aborrecentes totales, que son muy difíciles de tratar y no quieren contacto con nosotros, pero hay que ir poco a poco e, incluso, hay casos que precisan la visita al psicólogo. Por último, antes de que ese niño pase a la unidad de adultos, aunque ya ha integrado en su vida la enfermedad, hay conceptos nuevos que hay que reforzar», explica la educadora diabetológica.
Esta misma opinión la comparte Barrio, quien añade que «el niño se va haciendo independiente poco a poco según el grado de madurez, pero aprenden muy pronto a hacerse ellos mismos los controles en el dedo, a saber los hidratos de carbono de los alimentos... En el proceso de enseñanza hay reciclajes continuos: al debut, a la semana, al mes y cada vez que vienen, cada dos o tres meses, además de los talleres, cursos, etc.
Tiene que ser un aprendizaje continuo porque, aunque es complejo, terminan sabiendo mucho y hay que darles tiempo». En el caso de los colegios, prosigue la experta, «si tienen enfermera todo es mucho más fácil, pero si no un los profesores que de forma voluntaria quieran colaborar, aunque suelen ser muy activos, tienen que recibir una formación específica».
En primera persona
Belén tiene un niño de seis años, José María, al que a los dos años y medio le diagnosticaron diabetes tipo 1. «Nos dimos cuenta de que estaba perdiendo peso a pesar de estar comiendo constantemete y hacía mucho pis. Fuimos al hospital, le hicieron unos análisis de sangre que revelaron unos niveles de glucosa altísimos y empezaron a tratarle», relata. Pese al carácter hereditario de la enfermedad, José María no tenía antecedentes familiares.
En cuanto al tratamiento, «empezaron con inyecciones de insulina durante seis, pero desde hace cuatro años le pusieron una bomba de insulina que le ha hecho la vida mucho más fácil porque se puede reprogramar y te da una flexibilidad que no tienen las inyecciones», cuenta Belén. En la Unidad de Endocrinología y Diabetes pediátrica del Hospital Ramón y Cajal, donde tratan a José María, «te ofrecen información, formación y recursos sobre la enfermedad que estás manejando que es muy seria. Te quita muchos miedos y tabúes porque la falta de información es lo peor que nos puede pasar a los padres.
Puedes contactar 24 horas al día y si dudas te tranquiliza. Cuando llegue a la adolescencia puede que las hormonas le descoloquen y quizás necesite un entrenamiento nuevo e, incluso en dos años tendrá que ser autónomo, pero está en muy buenas manos», concluye. Otro caso es el de José, un paciente de 16 años al que le diagnosticaron la enfermedad con cuatro años. «A los 4 años empecé con síntomas: estaba todo el tiempo cansado y perdí peso.
Me hicieron análisis y apareció el diagnóstico. Hasta los ocho años me trataron en Segovia, pero al trasladarme a Madrid al Hospital Ramón y Cajal me pusieron la bomba de insulina», cuenta. Pese a que su abuela y un tío suyo eran diabéticos, «mis padres eran nuevos en esto y hasta que no me pusieron la bomba de insulina llevaba mal pincharme tantas veces».
Ahora, y pese a la etapa de adolescencia, que conlleva más salidas, comidas y estudios, «no tengo ningún problema y me adapto muy bien y siempre estoy intentando comer sano. Además, la bomba me ha cambiado la vida y supone una mejora absoluta en todos los aspectos. He pasado de tener que pincharme hasta cinco veces al día a no hacerlo o una vez cada tres días» concluye.